Con su permiso señor Presidente,
Honorable Congreso de la Unión,
Doctor José Narro Robles,
Rector de nuestra máxima casa de estudios:
Hoy nos congrega la conmemoración centenaria de la Universidad Nacional Autónoma de México, institución heredera de la Real y Pontificia Universidad de México, fundada 359 años antes: el 21 de septiembre de 1551.
Don Justo Sierra concibió su creación en 1881, siendo diputado, y vio consumado su propósito el 22 de septiembre de 1910, ya como secretario de Instrucción Pública y Bellas Artes, en el Anfiteatro de la Escuela Nacional Preparatoria. El objetivo educador y científico que la Universidad Nacional debía “concentrar, sistematizar y difundir entre el pueblo mexicano, era el de preparar para el porvenir”, resumió en esa memorable ocasión el maestro Sierra.
La Universidad Nacional pareció destinada, desde su origen, a luchar permanentemente para superar adversidades de toda índole. Su primera prueba, apenas dos meses después de inaugurada, fue el estallido de la Revolución y el largo periodo de cruentas pugnas intestinas que le sucedieron.
“Nacional”, fue el vocablo clave en la ley constitutiva promulgada por don Justo Sierra. ¿Nacional para qué? Para imbuirla de un humanismo en el que fluyan en libertad todas las corrientes del pensamiento universal; para dotar a México de investigadores en la ciencia, la filosofía, el arte y la cultura y, con ellos, que son los que hacen el cambio, convertir a México en un país de creadores, de promotores de la renovación, de constructores del porvenir.
Humanismo que inspiró a David Alfaro Siqueiros, Francisco Eppens y Diego Rivera para dejarlo plasmado en los muros del campus universitario. Vocación humanista a la que dio perennidad José Vasconcelos, al concebir en abril de 1921 el lema de la Universidad Nacional, lema que el llamado con justicia “Maestro de América”, definió como la convicción de que “la raza nuestra elaborará una cultura de tendencias nuevas, de esencia espiritual y libérrima".
"Yo no vengo a trabajar por la Universidad, sino a pedir a la Universidad que trabaje por el pueblo", fueron palabras sustanciales del discurso que pronunció el 9 de junio de 1920, al asumir la rectoría de la UNAM, el hombre que advirtió en el mestizaje, en la fusión enriquecedora de culturas y conocimientos, el surgimiento de una raza cósmica, de un despertar latinoamericano, con rumbo y destino propios, superior al complejo de la derrota.
Muchos desafíos le esperaban todavía a la Universidad Nacional en el curso de la historia vibrante que habría de protagonizar en la vida de México. Uno de ellos, de suyo monumental, fue el de la conquista de su autonomía.
La Universidad ha sido escenario de numerosos movimientos sociales. Muchos de ellos significaron la respuesta de la comunidad estudiantil y académica a la intención gubernamental de eliminar el carácter público y gratuito de la educación superior plasmado en la Constitución General de la República. Otros, de rechazo frontal a la intrusión del poder público en su vida interna, con fines de control, y a la sumisión y manipulación de intereses partidistas.
Uno de estos movimientos sociales, al que no fueron ajenos factores políticos coyunturales, generó la autonomía de la Universidad Nacional en 1929.
A partir de entonces, se entendió a la UNAM como organismo público, descentralizado del Estado, basada en los principios de libertad de cátedra y de investigación, e inspirada en todas las corrientes del pensamiento, sin tomar parte en actividades militantes y por encima de cualquier interés individual.
Pero la autonomía universitaria significó algo más: fue un concepto de libertad, definió el maestro Leopoldo Zea, distinto del que anima a las universidades empeñadas en conservar un orden que consideran como propio. Orden, digo yo, del que forman parte los privilegios de los pocos ante la falta de oportunidades y la desigualdad de los muchos.
En 1929 ya estaba en ebullición la idea de que no puede haber una reforma universitaria aislada, si no forma parte de una reforma integral de la sociedad.
No es fácil resumir en este privilegiado espacio lo que nuestro país debe a la Universidad ni lo que todavía está obligado a hacer por nuestra alma mater. Su savia, flujo vital para las arterias de la nación, sigue siendo el principal vehículo de movilidad social y de superación ciudadana.
Permítanme expresar desde esta tribuna un justo reconocimiento a todos los mexicanos, sin excepción alguna, que desde la rectoría han mantenido viva y actuante a la Universidad. Lo hago a sabiendas de que toda omisión será acaso involuntariamente injusta, pero no hay otro motivo que la falta de tiempo. Ofrezco una disculpa por ello, pero quiero citar algunos nombres que ejemplifican la valía de un puñado de mexicanos comprometidos con la UNAM y con la patria, orgullo de México: desde su primer rector, don Joaquín Eguía Lis, hasta quien hoy conduce los destinos universitarios: mi amigo y maestro, el Dr. José Narro Robles.
Con gran emoción menciono a José Vasconcelos, quien le dio lema y escudo; al maestro Antonio Caso, quien estableció el doctorado en Filosofía; al maestro Antonio Castro Leal, quien instituyó la sección de Economía en la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales; a don Ignacio García Téllez, primer rector después de obtenida la autonomía; al Dr. Gustavo Baz Prada, que creó el servicio social en Medicina y sentó las bases para extenderlo a las demás carreras universitarias; a Rodolfo Brito Foucher, creador del profesorado de carrera y los departamentos de Investigación Científica y de Humanidades; a don Nabor Carrillo Flores, a quien correspondió estrenar la Ciudad Universitaria; al insigne Dr. Ignacio Chávez Sánchez, reformador del bachillerato.
Al maestro Javier Barros Sierra, quien además de dar un gran impulso académico a la UNAM, fue quien con decisión y valor supo mantener la unidad universitaria en la aciaga crisis de 1968.
Al doctor Pablo González Casanova, quien profundizó el cambio académico y creó los Colegios de Ciencias y Humanidades y el Sistema de Universidad Abierta.
Al Dr. Guillermo Soberón Acevedo, creador de las Escuelas Nacionales de Estudios Profesionales.
Al Dr. Octavio Rivero Serrano, quien recuperó y restauró los valiosos recintos universitarios asentados en el Centro Histórico de la Ciudad de México.
Al Dr. Jorge Carpizo MacGregor, jurista eminente que instaura la defensoría de los derechos universitarios y el Instituto de Fisiología Celular.
Al Dr. José Sarukhán Kermez, quien funda el Instituto de Biotecnología y constituye la Fundación UNAM.
Al Químico Francisco Barnés de Castro, quien crea la Dirección General de Divulgación de la Ciencia.
A Juan Ramón de la Fuente, restaurador de la estabilidad y del liderazgo de la UNAM en la enseñanza superior y creador de nuevos institutos, centros de investigación, carreras y estudios de posgrado.
Y a usted, rector y Dr. José Narro Robles, gran defensor de la UNAM del siglo XXI y firme reivindicador del valor de la educación superior, del laicismo y del humanismo universitarios.
Compartimos con usted su preocupación de rector y universitario genuino. Es indispensable reivindicar el derecho a la educación superior. Y qué mejor escenario y ocasión que la que hoy nos congregan, para insistir una y otra vez en que la educación es vía de superación humana, individual colectiva. Concebirla como un derecho fundamental, a dicho usted, señor rector, es uno de los mayores avances éticos de la historia.
Coincidimos con usted en que, como bien público y social, la educación superior debe ser accesible a todos los mexicanos bajo criterios de calidad y equidad.
Y esta es la hora de las decisiones y de los hechos, es el momento de que hable el espíritu, no la retórica. Asumimos que el Congreso de la Unión, específicamente la Cámara de Diputados, en materia presupuestal tiene en sus manos la gran oportunidad de alentar el futuro de México. Fortalecer la educación superior y proyectar al porvenir, la grandeza presente de nuestra alma mater, orgullo de México, emblema de nuestra identidad y pórtico del progreso individual y colectivo. La Universidad Nacional Autónoma de México, en cuyo lema se troquela el destino de la Nación: “Por mi raza hablará el espíritu”.
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